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Academia SÓCRATES
Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando.
Rabindranath Tagore,  filósofo y escritor indio.  1861-1941
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Busto de Sócrates

La muerte de Sócrates

La dignidad del filósofo


(Fragmento del Fedón, de Platón)

A mí me llama ya ahora el destino, diría un héroe de tragedia, y casi es la hora de encaminarme al baño, pues me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver.

Al acabar de decir esto, le preguntó Critón:

—Está bien, Sócrates. Pero ¿qué nos encargas hacer a éstos o a mí, bien con respecto a tus hijos o con respecto a cualquier otra cosa, que pudiera ser más de tu agrado si lo hiciéramos?

Sócrates

—Lo que siempre estoy diciendo, Critón —respondió—, nada nuevo. Si os cuidáis de vosotros mismos, cualquier cosa que hagáis no sólo será de mi agrado, sino también del agrado de los míos y del propio vuestro, aunque ahora no lo reconozcáis. En cambio, si os descuidáis de vosotros mismos y no queréis vivir siguiendo, por decirlo así, las huellas de lo que ahora y en el pasado se ha dicho, por más que ahora hagáis muchas vehementes promesas, no conseguiréis nada.

—Descuida —replicó—, que pondremos nuestro empeño en hacerlo así. Pero ¿de qué manera debemos sepultarte?

—Como queráis —respondió—, si es que me cogéis y no me escapo de vosotros.

Y, a la vez que sonreía serenamente, nos dijo, dirigiendo su mirada hacia nosotros:

—No logro, amigos, convencer a Critón de que yo soy ese Sócrates que conversa ahora con vosotros y que ordena cada cosa que se dice, sino que cree que soy aquél que verá cadáver dentro de un rato, y me pregunta por eso cómo debe hacer mi sepelio. Y el que yo desde hace rato esté dando muchas razones para probar que, en cuanto beba el veneno, ya no permaneceré con vosotros, sino que me iré hacia una felicidad propia de bienaventurados, parécele vano empeño y que lo hago para consolaros a vosotros al tiempo que a mí mismo. Así que —agregó—, salidme fiadores ante Critón, pero de la fianza contraria a la que éste presentó ante los jueces. Pues éste garantizó que yo permanecería. Vosotros garantizad que no permaneceré una vez que muera, sino que me marcharé para que así Critón lo soporte mejor y, al ver quemar o enterrar mi cuerpo, no se irrite como si yo estuviera padeciendo cosas terribles, ni diga durante el funeral que expone, lleva a enterrar o está enterrando a Sócrates. Pues ten bien sabido, oh excelente Critón —añadió—, que el no hablar con propiedad no sólo es una falta en eso mismo, sino también produce mal en las almas. Ea, pues, es preciso que estés animoso, y que digas que es mi cuerpo lo que sepultas, y que lo sepultas como a ti te guste y pienses que está más de acuerdo con las costumbres.

Al terminar de decir esto, se levantó y se fue a una habitación para lavarse. Critón lo siguió, pero a nosotros nos mandó que le esperáramos allí. Esperamos, pues, charlando entre nosotros sobre lo dicho y volviéndolo a considerar, a ratos, también comentando cuán grande era la desgracia que nos había acontecido, pues pensábamos que íbamos a pasar el resto de la vida huérfanos, como si hubiéramos sido privados de nuestro padre. Y una vez que se hubo lavado y trajeron a su lado a sus hijos —pues tenía dos pequeños y uno ya crecido— y llegaron también las mujeres de su familia, conversó con ellos en presencia de Critón y, después de hacerles las recomendaciones que quiso, ordenó retirarse a las mujeres y a los niños, y vino a reunirse con nosotros. El sol estaba ya cerca de su ocaso, pues había pasado mucho tiempo dentro. Llegó recién lavado, se sentó, y después de esto no se habló mucho. Vino el servidor de los Once y, deteniéndose a su lado, le dijo:

—Oh Sócrates, no te censuraré a ti lo que censuro a los demás, el que se irritan contra mí y me maldicen cuando les transmito la orden de beber el veneno que me dan los magistrados. Pero tú, lo he reconocido en otras ocasiones durante todo este tiempo, eres el hombre más noble, de mayor mansedumbre y mejor de los que han llegado aquí, y ahora también sé que no estás enojado conmigo, sino con los que sabes que son los culpables. Así que ahora, puesto que conoces el mensaje que te traigo, salud, e intenta soportar con la mayor resignación lo necesario. Y rompiendo a llorar, diose la vuelta y se retiró.

Sócrates, entonces, levantando su mirada hacia él, le dijo:

—También tú recibe mi saludo, que nosotros así lo haremos.

Y, dirigiéndose después a nosotros, agregó:

—¡Qué hombre tan amable! Durante todo el tiempo que he pasado aquí vino a verme, charló de vez en cuando conmigo y fue el mejor de los hombres. Y ahora ¡qué noblemente me llora! Así que, hagámosle caso, Critón, y que traiga alguno el veneno, si es que está triturado. Y si no, que lo triture nuestro hombre.

—Pero, Sócrates —le dijo Critón—, el sol, según creo, está todavía sobre las montañas y aún no se ha puesto. Y me consta, además, que ha habido otros que lo han tomado mucho después de haberles sido comunicada la orden y tras haber comido y bebido a placer, y algunos, incluso, tras haber tenido contacto con aquellos que deseaban. Ea, pues, no te apresures, que todavía hay tiempo.

—Es natural que obren así, Critón —repuso Sócrates—, ésos que tú dices, pues creen sacar provecho al hacer eso. Pero también es natural que yo no lo haga, porque no creo que saque otro provecho, al beberlo un poco después, que el de incurrir en ridículo conmigo mismo, mostrándome ansioso y avaro de la vida cuando ya no me queda ni una brizna. Anda, obedéceme —terminó— y haz como te digo.

Al oírle, Critón hizo una señal con la cabeza a un esclavo que estaba a su lado. Salió éste y, después de un largo rato, regresó con el que debía darle el veneno, que traía triturado en una copa. Al verle, Sócrates le preguntó:

—Y bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?

—Nada más que beberlo y pasearte —le respondió— hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto.

Muerte de Sócrates, del pintor francés David

Y, a la vez que dijo esto, tendió la copa a Sócrates.

Tomola éste con gran tranquilidad, sin el más leve temblor y sin alterarse en lo más mínimo ni en su color ni en su semblante, miró al individuo de frente, según tenía por costumbre, y le dijo:

—¿Qué dices de esta bebida con respecto a hacer una libación a alguna divinidad? ¿Se puede o no?

—Tan sólo trituramos, Sócrates —le respondió—, la cantidad que juzgamos precisa para beber.

—Me doy cuenta —contestó—. Pero al menos es posible, y también se debe, suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que así sea!

Y después de decir estas palabras, lo bebió, conteniendo la respiración, sin repugnancia y sin dificultad.

Hasta este momento la mayor parte de nosotros fue bastante capaz de contener el llanto; pero cuando le vimos beber y cómo lo había bebido, ya no pudimos contenernos. A mí también, y contra mi voluntad, caíanme las lágrimas a raudales, de tal manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no era por aquél por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber sido privado de tal amigo. Critón, como aun antes que yo no había sido capaz de contener las lágrimas, se había levantado. Y Apolodoro, que ya con anterioridad no había cesado un momento de llorar, rompió a gemir entonces, entre lágrimas y demostraciones de indignación, de tal forma que no hubo nadie de los presentes, con excepción del propio Sócrates, a quien no conmoviera.

Pero entonces nos dijo:

—¿Qué hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto en especial, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes.

Y, al oírle nosotros, sentimos vergüenza y contuvimos el llanto. Él, por su parte, después de haberse paseado, cuando dijo que se le ponían pesadas las piernas, se acostó boca arriba, pues así se lo había aconsejado el hombre. Al mismo tiempo, el que le había dado el veneno le cogió los pies y las piernas y se los observaba a intervalos. Luego, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates dijo que no. A continuación hizo lo mismo con las piernas y, yendo subiendo de este modo, nos mostró que se iba enfriando y quedándose rígido. Y siguiole tocando y nos dijo que cuando le llegara al corazón se moriría.

Tenía ya casi fría la región del vientre cuando, descubriendo su rostro —pues se lo había cubierto—, dijo éstas, que fueron sus últimas palabras:

—Oh, Critón, debemos un gallo a Asclepio. Pagad la deuda y no la paséis por alto.

—Descuida, que así se hará —le respondió Critón—. Mira si tienes que decir algo más.

A esta pregunta de Critón ya no contestó, sino que, al cabo de un rato, tuvo un estremecimiento y el hombre le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.

Así fue el fin de nuestro amigo, de un varón que, como podríamos afirmar, fue el mejor, a más de ser el más sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos.

(Platón, Fedón, 114e—118a)


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