El
horizonte mental del hombre antiguo está constituido por el movimiento,
en el sentido más amplio del vocablo. Además de los movimientos o de las
alteraciones externas que las cosas padecen, las cosas mismas se hallan
sometidas a una inexorable caducidad. Nacen algún día, para morir alguna
vez. Dentro de este cambio universal va envuelto también el hombre, no sólo
individual, sino socialmente considerado: las familias, las ciudades, los
pueblos, se hallan sometidos a un incesante cambio regulado por un destino
inflexible, que determina el bien de cada cual. En esta universal mutación
adquiere valor ejemplar la generación de los seres vivientes. Puede
incluso afirmarse, según veremos más tarde, que la forma radical como el
griego ha concebido el movimiento cósmico se halla, en definitiva,
orientada hacia la generación, hasta el punto de que un mismo verbo, gígnomai,
expresa las dos ideas de generación y de acontecimiento.
Precisamente
esta idea del movimiento como generación constituye la línea divisoria
del esquema fundamental del universo para el hombre antiguo. Aquí abajo,
la tierra, ge, el ámbito de lo perecedero y caduco, de las cosas
sometidas a generación y corrupción. Arriba, el cielo ouranós,
integrado por cosas ingenerables e incorruptibles, por lo menos en el
sentido terrestre del vocablo, sometidas tan sólo a un movimiento local
del carácter cíclico. Y en el ouranós, los theoí, los dioses
inmortales.
Recuérdese
cuán diferente es el horizonte en que el hombre de nuestra era descubre
el universo: no la caducidad, sino la nihilidad. De ahí que su esquema
del universo no se parezca en nada al del griego. De un lado, las
cosas; de otro lado, el hombre. El hombre que existe entre ellas para
hacer con ellas su vida, consistente en la determinación de un destino
transcendente y eterno. Para el griego existen el cielo y la tierra; para
el cristiano, el cielo y la tierra son el mundo, sede de esta vida: frente
a ella, la otra vida. Por esto, el esquema cristiano del universo no es el
dualismo "cielo-tierra" sino "mundo-alma".
¿Cuál
es el fundamento que hace posible el que esta movilidad constituya el
horizonte del campo visual del hombre antiguo?
El
hombre es un ser natural. Y, dentro de la naturaleza, pertenece a la región
menos consistente de ella, a la tierra. El hombre es un ser dotado de
vida, un ser animado, un zôion, que, análogamente a los demás seres
vivos, nace y muere después de una vida, en definitiva, efímera. Pero
este ser viviente lleva dentro de sí, a diferencia de los demás, una
extraña propiedad.
Los
demás vivientes, por el hecho de tener vida, no hacen más que estar
viviendo. Lo mismo tratándose del árbol que del animal, vivir es
simplemente estar viviendo, es decir, ejecutando aquellos actos que brotan
del viviente mismo y van orientados a su perfección interna. En la
planta, estos movimientos están tan sólo orientados, en el sentido del
crecimiento, hacia la atmósfera o hacia la tierra. En el animal, los
movimientos están orientados por una "tendencia" y una
"noticia", gracias a la cual "discierne" y
"marcha" a la captura de las cosas o huye de ellas.
Pero
en el hombre hay algo completamente distinto. El hombre no se limita a
estar viviendo, a ejercitar sus funciones vitales. Su érgon forma parte
de un plan de conjunto, de un bios, que es, en amplia medida,
indeterminado, y que el hombre mismo es, en cierto modo, quien tiene que
determinar por decisión y deliberación. No sólo está viviendo, sino
que parcialmente está haciendo su vida. Por eso su naturaleza tiene el
extraño poder de entender y manifestar lo que hace, en todas sus
dimensiones, al hombre que hace y a las cosas con que hace, tà prágmata.
A este poder el griego llamó lógos, que los latinos vertieron, con
bastante poca fortuna, por ratio, razón. El hombre es un ser viviente
dotado de logos. El logos nos da a entender lo que las cosas son. Y,
al expresarlo, las da a entender a los demás, con quienes entonces
discute y delibera esas prágmata, que en este sentido llamaríamos
"asuntos". De esta suerte, el logos, además de hacer posible la
existencia de cada hombre, hace posible esa forma de coexistencia humana
que llamamos convivencia. Convivir es tener asuntos comunes. Por esto, la
plenitud de convivencia es la pólis, la ciudad. El griego ha interpretado
indiferentemente al hombre como animal dotado de logos o como animal político.
Si el contenido concreto de la póiis es obra de un nómos, de un
estatuto, y tiende a la eunomía, al buen gobierno, su existencia es, para
un griego, un hecho "natural" La pólis existe, como existen las
piedras o los astros.
Por
medio del logos el hombre regula, pues, sus acciones cotidianas, con la
intención de "hacerlas bien". El griego ha adscrito esta función
del logos a aquella parte del principio vital humano que no se halla
"mezclada" con el cuerpo, que no sirve para animarlo, sino, al
revés, para dirigir su vida, llevándole, por encima de las impresiones
de su vitalidad, al reino de lo que las cosas son de veras. Esta parte
recibe el nombre de noûs, mens.
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En realidad, el logos no hace sino expresar lo que la mens piensa y
descubre. Es el principio de lo más noble y superior en el hombre.
La
mente tiene, para un griego, dos dimensiones. Por un lado, consiste en ese
maravilloso poder de concentración que el hombre posee: una actividad que
le hace patente su objeto en lo que tiene de más intimo y propio. Por
esto, Aristóteles lo comparaba con la luz. Llamémosle reflexión o
pensamiento. Pero no es una mera facultad de pensar que, como tal, puede
acertar o errar, sino un pensamiento que, por su propia índole, va
certera e infaliblemente dirigido al corazón de su objeto; algo, por
tanto, que, cuando actúa plenamente por si mismo, coloca a todas las
cosas, aun las más remotas, cara a cara ante el hombre, denunciando su
verdadera fisonomía y consistencia por encima de las impresiones fugaces
de la vida. El ámbito de la mente, dirían los griegos, es el
"siempre". (Platón: Rep. 484, b4).
Pero,
por otro lado, el griego jamás concibió a la mente como una especie de
foco inalterable en el fondo del hombre. Es un pensar certero e infalible;
pero en este respecto es una especie de "sentido de la
realidad", que, como un fino pálpito, pone al hombre en contacto con
lo íntimo de las cosas. Aristóteles lo comparaba, por esto, a una mano.
La mano es el instrumento de los instrumentos, puesto que todo instrumento
lo es por ser "manejable". Análogamente, la mente es el lugar
natura de la realidad para el hombre. Por esto tiene, para un griego, un
sentido mucho más hondo que el de la pura intelección. Se extiende a
todas las dimensiones de la vida, a todo cuanto hay de real en ella. Este
sentido es, por esto, susceptible de adiestramiento o embotamiento. Nadie
carece por completo de él. Puede hallarse, a veces, paralizado (el
demente); pero normalmente funciona invariablemente, según el estado del
hombre, su temperamento, su edad, etc. Es algo que, por afinarse en el uso
que en la vida hacemos de ello, sólo se posee, con la plenitud posible
para cada cual, en la ancianidad. Sólo el anciano posee plenamente ese
sentido, ese saber de la realidad, adquirido en la "experiencia de la
vida", en el comercio y contacto real con las cosas.
En
todo caso, obrar conforme al noûs, a la mente, es obrar asentando sus
juicios sobre lo inconmovible del universo y de la vida. Este saber de lo
inconmutable, de lo que es siempre, allá en las ultimidades del mundo, es
a lo que el griego, al igual que todos los pueblos que han sabido
expresarse, llamó sophía, sabiduría. La vida participa desigualmente de
ella: desde el insensato hasta el sabio por antonomasia, pasando por el
mero "prudente". Esta sofía, como experiencia de la vida, se
torna a veces en una Sofía, en un saber excepcional y sobrehumano de las
ultimidades de la realidad. La Sofía, así entendida, tiene para un
griego una existencia estrictamente supratemporal. Es un don de los
dioses. Por eso tiene primariamente carácter religioso. Los hombres son
capaces de poseerla, porque tienen una propiedad, el noûs, que les es común
con los dioses. Por esto Aristóteles dice todavía de la mente que es lo
más divino de cuanto tenemos (Met., 1074, b16). El primitivo griego la ha
concebido como un poder divino que lo llena todo y que se comunica
exclusivamente al hombre entre todos los vivientes, confiriéndole su
rango peculiar. Aquellos a quienes les fue concedida en forma excepcional
y casi sobrehumana (982, b 28), como nuncios de la verdad, son los sabios,
y su doctrina es Sofia, Sabiduría.
En
realidad, he anticipado algunas ideas que lógicamente debieran venir
después. Pero me pareció preferible apuntar derechamente al objetivo,
aun a trueque de tener que dar inmediatamente algunos pasos hacia atrás.
En
resumen: para un griego, el hombre, como ser viviente, sólo existe en el
universo apoyándose en este presunto aspecto de la permanencia que su
mente le ofrece. Entonces es cuando la mutabilidad de todo lo real se
convierte en horizonte de visión del universo y de la propia vida humana.
Y entonces también nace la sabiduría. Naturalmente, no es que los
griegos hayan tenido explícita conciencia de ello. Incluso tal vez les
haya sido imposible tenerla, porque lo propio del horizonte es no dejarse
ver como tal para una mirada directa, a fuerza, precisamente, de hacemos
ver las cosas. Pero nosotros, colocados en un horizonte más amplio,
podemos darnos clara cuenta de ello.
De Escorial, Madrid, 1940.